Made in Earth

(INTERNACIONAL) – Ciudadana de un mundo con las fronteras cada vez más difusas y las marcas cada vez más definidas, Aurora Montes demuestra en diez párrafos que la emoción es un país que la globalización todavía no invadió.

(Foto: Aportada por Erik Radler en piccsy.com).

 
Por Aurora Montes (España), de la redacción de PB

Mi nueva vida empieza despertándome en Madrid al son de mi alarma made in China y soñando con una cama sueca Hästens. Sí, de esas que compran los grandes directores de cine por 15 mil dólares estadounidenses y transportan hasta Venezuela para descansar bien sus ideas —que surgieron a partir de un puro cubano— para una película que le hará una dura competencia al gran reestreno de Tian ma cha fang en Taiwán.

El espresso italiano me espera en la mesa de la cocina junto con un delicioso kiwi neocelandés que obviamente engullo mientras leo, en el periódico inglés The Times desde mi Mac fabricada en India, que han matado al cantautor argentino Facundo Cabral en Guatemala. Qué pena.

Como todos los días, bajo en el ascensor Thyssenkrupp alemán para subirme a mi Hyundai japonés, donde pongo un disco de la solista norteamericana Wye Oak grabado en los estudios holandeses Nemesea mientras fumaban un hachís cultivado en Marrakech. Pero esta vez me voy al aeropuerto destino Londres, con una novela peruana de Vargas Llosa bajo el brazo y ganas de tomarme una pinta de Guinness en un pub irlandés y cantar con dos brasileños desconocidos People are strange, de The Doors, mientras agito excitada mi buzo de Abercrombie hecho en algún sweatshop de Mozambique. Qué horror.

El vuelo lowcost de British Airways tiene overbooking de ingleses, pero sólo hablo con un estudiante de letras español y me recomienda un lugar cómodo en el barrio indio. Qué interesante.

El portero paquistaní del hostel mala-muerte busca las llaves dentro de un mueble de madera rosa traído de Madagascar que probablemente ha exportado ilegalmente un traficante australiano accionista de las papeleras holandesas del río Paraná en Uruguay. Qué historias.

La habitación parece una imitación barata del rococó francés, y las ventanas de cristal austriaco dejan al descubierto un gran afiche de la obra neoyorquina Cats. El hambre me ataca mientras imagino un asado argentino y un vino chileno Clos Apalta cosecha 2005. Qué rico.


(Fotos: Peter Funch, fotógrafo danés: «Following followers», «Informing informers», «Memory Lane» y «Posing posers»).

Con menos dinero que el gobierno griego me lanzo a las calles en busca de un kebab armenio y una boca de metro, probablemente tecnología japonesa, mano de obra tailandesa y rematado por algún ingeniero alemán, que me saque de China Town. Leicester Square está lleno de turistas estadounidenses buscando musicales de Broadway, traducidos desde su propio idioma al más profundo slang from Liverpool.

Salgo en mitad de Picadilly y suenan sobre el suelo mis bailarinas indonesas, hasta que se detienen —algo llama mi atención.

Fascinada por el olor a diversidad y luces un tanto cosmopolitas, las casas de la mejor indumentaria italiana, francesa y con mejores bordados de Sri Lanka me abrazan —tendencias muy a lo Jane Austen que se mezclan con modas a lo Sex and the City. De repente, un cartel brilla captando mi despistada mirada y una bombilla se enciende en mi cabeza. Qué cliché.

¿Por qué me emociona tanto ver un local español de ZARA sobre Oxford Street? ¿Cómo es posible que con tantas inquietudes extranjeras yo sienta tanta admiración por lo Made in Spain?

4 replies »

  1. Auroo. E leido estoo pero es rariisimoo no lo entiendooo. Es como una historia inventada peero con un titulo en plan politicooo. Wenoo ya me loo expplicarass cuandoo vengass a madriddd

  2. Un mundo globalizado a nivel marcas y consumo, no a nivel costumbres y maneras de pensar. Un mundo parcialmente globalizado.
    Copado el texto.

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