(ARGENTINA) – Existen ocasiones en que no es necesario hablar de publicidad para contar algo sobre la publicidad. Hay tangentes discursivas, lateralidades poéticas, adyacencias culturales y, las más de las veces, reverendas ganas de molestar al lector. Natalio Stecconi, ex director de la carrera de Publicidad de la Universidad del Salvador, quien también se presenta como «músico en decadencia, redactor en bancarrota, cocinero en el horno, pensador sin ideas, namberwán del paddle en los 90, lector voraz, curioso naif, escritor de vodevil e incapaz de diferenciar push de pull en los portones de la posmodernidad» (¡no le falta nada!), hoy intentará contagiarte algo más de su pasión por la comunicación, las ideas y las tendencias que constituyen ese gran universo llamado publicidad.
Portada de la primera edición de la revista Action Comics, de 1938: la primera aparición de Superman, creado por Jerry Siegel y Joe Shuster. (Cliqueá en la imagen para verla en tamaño original)
POR NATALIO STECCONI
Ex Director de la carrera de Publicidad en la Universidad del Salvador
Redacción especial para PB
Esta es una de esas ocasiones.
Minutos antes del final de la película Kill Bill Vol. II, de 2004, el director Quentin Tarantino pone en boca de Bill (David Carradine) el siguiente monólogo: «Encuentro fascinante toda la mitología que envuelve a los superhéroes. Elijamos a mi superhéroe favorito, Superman. No es un gran cómic. No está especialmente bien dibujado. Pero la mitología… La mitología no es solamente grandiosa, es única. Uno de los elementos principales de la mitología del superhéroe es que hay un superhéroe y hay un álter ego: Batman es en realidad Bruce Wayne, Spiderman es en realidad Peter Parker. Cuando ese personaje se levanta por la mañana, es Peter Parker. Tiene que ponerse un disfraz para convertirse en Spiderman. Y es ahí, en esa característica, donde Superman es único. Superman no se convirtió en Superman. Superman nació Superman. Cuando Superman se levanta por la mañana, él es Superman. Su álter ego es Clark Kent. Su traje con la gran S roja es la manta que le envolvía siendo un bebé cuando los Kent lo encontraron. Ésa es su ropa. Lo que lleva Kent —las gafas, el traje— es el disfraz. Es el disfraz que Superman lleva para integrarse entre nosotros. Clark Kent es tal como Superman nos ve a nosotros. ¿Y cuáles son las características de Clark Kent? Es débil, es inseguro, es un cobarde. Clark Kent es la crítica de Superman a toda la raza humana».
Las palabras del viejo Bill son de una lógica demoledora. Quienes hayan visto el film y se detuvieron en la estupenda construcción de la escena que da lugar a este parlamento, seguramente recordarán el cosquilleo del éxtasis. Las palabras del viejo Bill, a pesar de su brevedad, señalan aspectos que subyacen en el histórico debate analítico sobre los superhéroes y su relación con la cultura popular. Por citar un ejemplo teórico de fundación —dénme la chance de hacerme el instruido—, medio siglo atrás el semiólogo italiano Umberto Eco exponía esta misma dualidad prototípica: «Superman vive entre los hombres, bajo la carne mortal del periodista Clark Kent. Y bajo tal aspecto es un tipo aparentemente medroso, tímido, de inteligencia mediocre, un poco tonto, miope, enamorado de su matriarcal y atractiva colega Louis Lane, que lo desprecia y que, en cambio, está apasionadamente enamorada de Superman. (…) Clark Kent personifica, de forma perfectamente típica, al lector medio, asaltado por los complejos y despreciado por sus propios semejantes; a lo largo de un obvio proceso de identificación, cualquier accountant de cualquier ciudad estadounidense alimenta secretamente la esperanza de que un día, de los despojos de su actual personalidad, florecerá un superhombre capaz de recuperar años de mediocridad». (*)
El mejor de todos: Christopher Reeve en «Superman» (1980), dirigida por Richard Donner.
En síntesis: una de las clásicas narraciones que perviven en la cultura occidental desde hace alrededor de tres mil años, y que se nutren de los arcaicos mecanismos psicológicos de identificación proyectiva inherentes al discurso mitológico de la cultura popular.
Ahora vayamos a lo que importa. No es mi intención hacer una reseña de todo lo que se ha escrito sobre el tema. Los textos de distintas extracciones se cuentan por cientos y están al alcance del curioso y del entusiasta.
Mi fastidioso objetivo es reparar en la accidental sutileza de que Kal-El (verdadero nombre de Superman en el planeta Kryptón) goza de superpoderes gracias a la acción de la atmósfera y gravedad de nuestro planeta.
Superman no nació Superman. Superman es tal y fantástica cosa en la Tierra. En su explotado planeta de origen, Kal-El, muy probablemente sería uno más del montón de kryptonianos intentando llegar a fin de mes. Es decir que en Kryptón, Kal-El (y ya no Superman) acarrearía una vida tan ordinaria como la de Clark Kent en la Tierra, excepto por la circunstancia de que, en su planeta, Kal-El no podría haber elegido aparentar ser un timorato. En Kryptón, Kal-El sería (y no aparentaría ser) un timorato. En Kryptón, Kal-El sería (y no aparentaría ser) Clark Kent.
Superman es un extraterrestre. Si ajustamos esta característica interplanetaria a una escala terrenal, Superman es equivalente al extranjero cuyo país de origen, a diferencia del país de arribo, está altamente cualificado y organizado según los dictámenes del progreso y de lo «civilizado». Este precepto romántico de aplicada recurrencia en los productos de la industria cultural tiene su inicio en las cosmovisiones paridas por el Renacimiento europeo. Desde este enfoque, Kal-El es un «adelantado» que toca puerto en una región atrasada, exótica, irremisiblemente sujeta a sus bajas pasiones, compuesta por nativos prestos a rendir pleitesía a quien viene de muy lejos y carga con dones y capacidades que sólo pueden ser explicados por el primitivo pensamiento mágico.
Henry Cavill como Kal-El / Clark Kent en «Man of Steel» (2013), dirigida por Zack Snyder.
Entonces, reconociendo que Superman es un extraterrestre, ¿por qué suscribe a la máxima del viajero —extranjero— humano según la cual «allí donde fueres, haz lo que vieres»? ¿Por qué, simplemente, Superman no se relaja y acepta su condición de ser superior en medio de un hato de paramecios? ¿Acaso su paternalista abnegación y su solidaridad para con nosotros y nuestras leyes se verían comprometidas si anduviera todo el día siendo lo que realmente es? ¿Por qué no evitar ese histérico y eterno jugueteo con una mujer enamorada de lo que realmente es mientras desprecia lo que aparenta ser? ¿Acaso Superman no se dio cuenta de que a diferencia de otros extraterrestres horribles, babosos y pastosos él es igualito a los humanos, e incluso más bello?
Naturalmente, de exponerse tal y como es en verdad, al principio Superman debería soportar a fanáticos latosos y groupies chillonas en la puerta de su chalet, o a individuos de una cooperadora escolar que le reclaman una capa usada para la subasta de caridad, o melindrosas quejas gubernamentales sobre su entrometida conducta parapolicial y paramilitar. Pero eso ocurriría durante dos o tres meses. La fuerza de la costumbre (bien humana, extraño es que Superman no lo sepa) convierte la maravillosa excepción en un dogma para el bostezo.
Superman podría ser Superman, pero no quiere ni se anima a serlo. Bill decía que Clark Kent es tal como Superman nos ve a nosotros. Mas al contrario, Superman es tal como Clark Kent (o mejor, su original y real álter ego Kal-El) nos ve a nosotros. Superman es el viajero que aterriza en un municipio primitivo cuyos hábitos y rituales provocan el temor del civilizado, incluso a sabiendas de su pretendida superioridad.
Clark Kent no es la crítica de Superman a toda la raza humana. Superman es la crítica de Clark Kent (la raza humana) a todos los extranjeros, extraterrestres, extemporáneos y adelantados Kal-Eles que camuflan su miedo y su impotencia bajo los ropajes de la filantropía y el desinterés. No hay peor soberbia que la falsa humildad; no hay cobardía más enorme que la jactancia del abnegado.
Y cuidado que yo soy quien soy gracias a Superman. Tengo docena de fotos de mi infancia en las que aparezco vistiendo una capa y unas botas con las que creía volar y también obtener la justicia de los buenos salvajes que me rodeaban.
Fui un Kal-El de mi propio patio de juegos.
Fui el Clark Kent de mi propia impotencia.
Fui el Superman de mi desazón.
Fui la crítica cruel de una raza humana que se convirtió en el cómic que el viejo Bill, aún después de muerto, transformó en arte.
Siempre fui menos que mi reputación.
Y por eso estudié publicidad.
(*) Eco, Umberto (1964). Apocalípticos e Integrados. Barcelona, Lumen, 1993. p. 227.
Categories: Tendencias