Una estética de la humillación

(ARGENTINA) – Creativo publicitario de los de antes, educado en la publicidad cuando los departamentos creativos olían a cemento de contacto, Miguel Ángel Molfino recuerda en este texto a un personaje cuyo nombre real ha sido «cambiado para no exponerlo, una vez más, a la vindicta pública». Aun sin la verdadera identidad, la historia vale mucho la pena.


Década de 1950: Domingo Fenicio, director de arte en la agencia argentina Pueyrredón Propaganda, trabajando con lápiz, pincel, tijera y cemento de contacto sobre un original, en un tablero totalmente marcado por las obras y el tiempo. Veinte años después, en la época de la que habla Molfino en esta columna, las herramientas de un director de arte no habían cambiado en lo más mínimo.

 
POR MIGUEL ANGEL MOLFINO
Especial para PB
(Foto: Domingo Fenicio)

 
La inconcebible dicha del viejo Antonio, allá por el 78, nacía de su pertinaz vocación para la indignidad. Bajo, gordito y cetrino, vestía invariablemente ropas descuidadas de alegría. El viejo Antonio no era tan viejo: con 38 años se arrastraba por las agencias de publicidad porteñas siempre jodido por sus tropiezos, tiznado de tristezas y como ya dije, de humillaciones. Un amigo, hace días, me avisó que falleció —hace años— en un accidente ridículo, como era de suponer, de ésos que no dan ganas de sobreponerse. Se resbaló en la bañera mientras una amiga pasajera lo enjabonaba: se desnucó. Tal vez no soportó la felicidad fugaz que le daba esa geisha de ocasión.

Su voz aceitosa solía comentar los dolorosos equívocos a que lo sometía la vida. Sos un personaje de Arlt, le dijo alguna vez un compañero de agencia. Y tenía razón. El viejo Antonio era un remador de la desdicha, un Erdosain confuso y atropellado, un tipo hecho de mitades. “A mí siempre me recuerdan por los papelones —decía—, y eso ya es mucho, creo”.

Cuando me lo presentaron, se hallaba acodado a un tablero de dibujo donde terminaba de ilustrar un laborioso aviso color en acuarela para un detergente. Así se hacían los originales en esa época. Al pasarme la mano, volteó el pote de agua sucia donde descansaban los pinceles. El alud líquido borroneó el dibujo: ni siquiera carajeó. Sólo dijo: “Cada vez lo hago mejor”, y sonrió con sus ojitos tiernos y sin suerte.

La esposa lo había abandonado hacía años: se había fugado con su hermano, sin antes decirle que Rubén (el hermano) había sido siempre el amor de su vida.

Durante una fiesta de la agencia, el viejo Antonio fue sacado a bailar por una bonita secretaria. No sabía bailar pero, en su estoico estilo, bailó como pudo. Se enamoró perdidamente de la piba, a la que asedió sin suerte con secretas cartas, todas ellas interceptadas por un cadete —un verdadero alfil de la crueldad—, quien las hacía públicas en los almuerzos compartidos en un bar de Avenida de Mayo. Repudiamos en su presencia al cadete, pero Antonio nos disuadió argumentando: “Es mi culpa, tendría que haber recurrido al morse y entonces, nadie hubiera entendido nada”. Tal vez todos intuimos en esa frase una demacrada estética de la humillación. “Es mucho más fácil ser héroe”, acuñó, alguna vez, dejándonos pensando. O: “Hay que ser altruista. Que aparezca un tipo más miserable que uno siempre nos conforta”.

He aquí la clave del viejo Antonio: gustaba exponerse para que las leyes de la naturaleza le trabajaran a piacere la dignidad. Su existencia formaba parte del misterioso repertorio filosófico con que el viejo Antonio nos avisaba de algo que seguramente jamás descubriremos.

Ahora murió. Desnudo y enjabonado, lujoso en desgracias. Y si me fuera dado redactarle un epitafio, lo haría con aquella frase que nos dijo en una mesa de café: “Yo nací para probar que hay algo ridículo en todo ésto”.

3 replies »

  1. Efectivamente, un creativo de antes. En la época del cuento, yo trabajaba como «redactor publicitario» en Nexo Publicidad. El director creativo era Ricardo Antín y uno de los socios era el amigo Castaña. Los «dibujantes» trabajaban en una sala de Arte, apartada de los redactores. Por su parte, nosotros teníamos la sala de Redacción y allí, como galeotes, le dábamos a las Remigton u Olivetti, en soledad. Una vez redactado el texto, nos recibía el Jefe de la Sala de Arte (qué solo le faltaba tener un tambor para marcar el ritmo de los remeros)y nos preguntaba qué visualizábamos con ese título y con ese copy. Uno le decía, qué se yo, una vacah amarilla y se hacía la vaca amarilla aunque después todo fuera desechado porque el cliente quería el envase bien grande. Ya contaré anécdotas del Parque Jurásico.

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