Palabras en la arena

(ARGENTINA) – Pasar las fiestas en la costa de la provincia de Buenos Aires —con sus playas heladas, ventosas, prácticamente antiturísticas, pero llenas de turistas— permite toparse con promociones, lecturas y hallazgos que en otros momentos del año u otros lugares resultarían absurdos o sencillamente pasarían inadvertidos.


La Lucila del Mar, 7.30 de la tarde del penúltimo día de 2011: cuando ya casi no quedan posibles clientes en la playa, un vendedor de Pochoclo Manía cierra las ventas del día.

 
POR PANCHO DONDO
Director de PB
(Fotos PD)

 

NAVIDAD EN LA LUCILA DEL MAR. Rara. Muuuy tranquila. La noche del 24 de diciembre, quince minutos después de la medianoche estábamos metiéndonos en la cama. Tempranito (9.30 pm) habíamos comido un asadito —tapa de asado, salchichas parrilleras, morcilla vasca, mollejas— que derivó, a eso de las 11, en mi mujer (Ceci) quedándose en casa para acostarse temprano —en Buenos Aires, para salir hacia la costa, habíamos amanecido a las 4 am— y los tres chabones (Pancho, 44; Javier, entonces 12 casi 13 —los cumplió el 31—; Julián, 10), armados, saliendo a la calle a explotar algunos fosforitos, metrallitas y una cañita voladora. Anduvimos por un baldío, por la calle y por la pasarela que entra a la playa. La pasamos en grande, y cuando se nos acabaron los fósforos Tres Patitos (222), volvimos a casa y nos entregamos a los brazos de Morfeo.

 

PERLITA. Hermosa recorrida al anochecer —8 y algo— con Julián, buscando con bastante dificultad un cuchillo de untar que la mansión que habitábamos no tenía, con la idea de dejarlo como aporte. Terminamos encontrando —y comprando— dos que venían en un blister, marca Leokemeyer, en el comercio LA ALMEJA ERÓTICA, increíble vendetutti de la calle Rebagliatti —a metros del muelle de La Lucila—, donde para mejor nos atendió una amable vendedora de raza negra.

 

LA COMPRA más inesperada y útil de las vacaciones, transformada en regalo local de Navidad para Javier y Julián: la red para fútbol-tenis comprada en lo de José, el eterno kiosquero de la calle Mendoza.

 

RED que, por otra parte, generó una de las típicas intervenciones de Julián, nada más comprarla. Estábamos en la playa, en medio de la sorpresa del regalo que ni siquiera sabíamos que existía —una prueba más de la eficacia de mi teoría del «none hunting»—, cuando yo comenté admirado el funcionamiento de la piecita roja de plástico que, gracias a un simple desplazamiento de una de sus partes, permitía enganchar y desenganchar —y, por lo tanto, abrir y cerrar— la punta de la bolsa de red con la que venía envuelta la red, precisamente (con palos de madera, tensores, estacas y hasta instrucciones de uso).
—Miren qué ingenioso el sistema para cerrar la bolsa —comenté—. Se corre para acá y para allá y uno engancha o desengancha la punta de la bolsa. ¡Gran sistema!
En ese momento, la piecita roja de plástico se soltó de mis manos y fue a dar de bruces en la arena.
—Uy, se cayó el sistema —cerró Julián.

 

LA PROMO que todos los días pasaba por la playa y que luego los chicos se pasaron repitiendo sin cesar: una avioneta cuyos altoparlantes iban anunciando ¡POCHOCLO MANÍA, POCHOCLO MANÍA! ¡LAS MANOS ARRIBA, PIDAN Y PIDAN! ¡POCHOCLO MANÍA, POCHOCLO MANÍA! ¡ES NUTRITIVO! ¡POCHOCLO MANÍA, POCHOCLO MANÍA! Se trataba de unos carromatos rojos, folclóricos y casi tiernos —similares a los que vendían churros y bolas de fraile, o licuados, o panchos, o choclos, o medialunas suaves y esponjosas, o ropa, en ese shopping al sol en que se han convertido las playas argentinas— en los que ni siquiera hacía falta invertir para conocer y degustar su propuesta pochoclera, gracias a las «atenciones de la casa» que los vendedores acercaban constantemente a los bañistas, esperando —y logrando— que la breve degustación tentara a más de uno y generara, entonces sí, inversiones a granel.

 

EL NOMBRE de casa veraniega más insólito fue una combinación inesperada entre un cartel a dos cuadras de la playa y la escatológica mente de mi mujer. La casa, con uno de esos carteles de fierritos negros que forman una estilizada pero a veces poco comprensible letra cursiva, se llamaba en realidad MIS PIMPOLLOS. Pero Ceci, al primer vistazo del día que llegamos, leyó MIS AMPOLLAS, e inmediatamente comentó: «¡Qué nombre más apropiado para una casa en la playa!». Desde entonces, para nosotros, la casa se llamó MIS AMPOLLAS. Un día, Javier —que hasta ese momento no había descubierto el verdadero significado del cartel—, mientras pasábamos por allí, oyó lo que decíamos y preguntó: «¿Y esta de al lado cómo se llama, MI PUS?».

 

LA MARCA con la que uno, en sus recorridas habituales, jamás se topa, pero que en el placard de una casa de verano —tan esporádica, tan estática, tan cada tanto— resulta casi natural, es Unión Telefónica. Apareció en una percha, en cuya barnizada madera se leía «Belgrano 180, U.T 879, San Martín». En la Argentina, la empresa Unión Telefónica —primero de capitales ingleses, luego estadounidenses— funcionó desde 1881 hasta 1946, cuando fue reemplazada por la empresa mixta EMTA, más tarde por Teléfonos del Estado y, desde 1956 hasta 1990, por Entel (Empresa Nacional de Telecomunicaciones), último vestigio del rol público en las conversaciones telefónicas de los argentinos. ¡Al menos 65 años de antigüedad tenía la percha, y tan campante!

 

LA CITA. El libro con que identificaré para siempre estas vacaciones en La Lucila del Mar es el que terminé de leer el viernes 30 de diciembre a las 12 en punto del mediodía: Ensayo sobre la ceguera, de José Saramago. Son tantas pero tantas pero tantas las ideas y las frases que me impactaron de él, que sería absolutamente en vano intentar consignar algunas en unas pocas líneas. Sin embargo, a pesar de los increíbles párrafos de que disfruté en el libro de Saramago, la cita del veraneo no es de ese, sino del segundo libro que todavía estoy leyendo —y disfrutando a lo bestia—: Oscuramente fuerte es la vida, de Antonio dal Masetto. Dice en un momento:
«—¿Qué mujer se negaría a casarse con un hombre como tu padre?
‘Ninguna, salvo mi madrina’, pensaba yo. Pero me lo callaba porque tenía la certeza de que manifestarlo hubiese sido fatal para el logro de aquel casamiento. Ignoro de dónde había surgido la idea, pero estaba convencida de que las palabras tenían un poder mágico, que una vez proferidas y lanzadas al aire se independizaban y comenzaban a actuar por su cuenta, igual que seres vivos. Por eso me cuidaba de liberar pensamientos que albergasen mensajes negativos para mí y para la gente que quería. Me repetía que si los dejaba sueltos se cumpliría inexorablemente la propuesta que llevaban. Me esforzaba por conservarlos firmemente encerrados en mi cabeza, como si se tratase de una cárcel».

4 replies »

  1. Agradecido por hacerme participar de tus creativas vacaciones. De esa manera amplío la posibilidad de viajar con cada uno de mis seres queridos.

    Lo de UT. es muy caro a mi memoria porque recuerdo siempre el número de la ferretería de mi viejo, en los años 40-50. Era UT 516, que luego terminó en el actual 4629 05l6,

  2. Gracias Pancho!!! por compartir !!
    Yo los tuve muy presentes ya que estuve en Oxford y pensé mucho en Ceci y en vos. besos desde Paris

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